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Capítulo 1: El sueño (III Parte)

La noche se hizo día y la mañana llegó. Todo en el huerto era pura actividad. Las gallinas vendían sus huevos en el mercado comunal y así cada quien se ganaba la vida con lo que tenía. Las crías de pava jugaban con las mariposas que, divertidas, no se dejaban rozar. La comunidad de hormigas marchaba animada cargando los suministros del día de vuelta al hogar de la Reina Hormiga.

Para mientras, en la casa de los Tuberoso, todo transcurría con presunta normalidad. La Señora Tuberoso trabajaba sin parar:

"Dióxido de carbono adentro, oxígeno fuera; dióxido de carbono dentro, oxígeno fuera...", repetía incansablemente.

 

Su valioso esfuerzo le permitiría a ella y a los tubérculos cenar tranquilamente cuando el sol se ocultara. Durante el día, solicitaba a los pequeños a ayudarla a recoger agua de la tierra, quienes gustosamente, acumulaban dentro de sus posibilidades. 

Ese día Solano no estaba tan animado como de costumbre. La Señora Tuberoso lo observó silenciosamente y cerca del fin de la jornada, le preguntó:

"¿Qué ocurre pequeño Solano?".

"Nada, sólo estoy un poco cansado.", contestó escuetamente.

Enrolló sus raíces alrededor de la papita, y susurró: "¿Qué ocurre, mi pequeño?".

En presencia de la ternura, bajó guardia y confesó: "Nada, es sólo que tengo muchas preguntas.".

"¿Qué preguntas?", insistió.

Alterado, explicó: "Preguntas como, ¿qué hay allá donde se oculta el sol? O ¿existe algo más que el huerto?".

La Señora Tuberoso le contempló un momento con un toque de nostalgia en su mirar. Resulta que la madre estaba completamente consciente del camino que el destino tenía preparado para algunos de sus retoños, tal y como lo conocía Celeste, la amiga cenzontle de Solano. No todos correrían la misma suerte, pero varios sí, como muchos hijos de la familia Tuberoso que precedieron a Solano y Petotan. Esperanzada, sin embargo, por la inquietud existencial del pequeño, decidió estimular el crecimiento de esta pequeña semilla que había surgido en su mente. Como llevada por un llamado de la intuición que le sugería que esta era la única oportunidad de Solano de vivir una vida distinta.

 

Sin pensar más, se aventuró:

"Y dime, ¿qué crees que habrá allá en el horizonte?", comenzó.

Inusualmente sorprendido, Solano tartamudeó: "No lo sé... tal vez otro huerto. Más grande. Y con otras criaturas".

La Señora Tuberoso sonrió. Ciertamente, estaría dispuesta a incitarle que escapara. Sin embargo, no sería capaz de revelarle al pequeño su destino original. No quería terminar con su vida antes de que él intentara, por sí mismo, forjarse uno nuevo.

"Así es Solanito. Esa es alguna de las cosas que encontrarás allá afuera. Pero, hay mucho más", contestó suspicaz.

¿Encontrarás?, repitió para sus adentros Solano. ¿Sería posible que su madre supiera de sus planes de escapar esa misma noche con Celeste que le mostraría un mundo nuevo?, pensó.

"Sin embargo, voy a advertirte, mi amado hijo. Lo que encontrarás allá afuera, no es nada parecido a lo que conoces.", aclaró.

"Conocerás el dolor y el sufrimiento; el tuyo y ajeno por igual. Entenderás por qué el sol no siempre brilla. Pero escucha. No te asustes; no todo será malo. Así mismo, hallarás una belleza que aún tampoco conoces.", continuó.

"Te deseo mucha suerte. No olvides que siempre estaré contigo.", terminó sin más. Por último, le acarició suavemente las mejillas, en un gesto de amorosa despedida.

 

Como si no hubiera sucedido nada, la madre continuó la labor. Ya eran cerca de las 7 y Solano, sin comprender ni una pizca de lo que acababa de suceder, se arrastró lentamente hacia la superficie, y observando que su madre se había hecho la desentendida, salió. Le entristecía enormemente dejarla. Y aún peor, pensar que no volvería a verla. Sin embargo, ya había tomado su decisión.

Celeste le esperaba en el lugar acordado, al pie del platanal. A medida que se acercaba a su amiga, observó como se sacudía las plumas divertida y se quitaba uno que otro ácaro con el pico; para nada glamorosa. 

Enterándose que Solano ya se encontraba en su presencia, hizo como que recobraba la compostura, y un poco avergonzada, añadió:

"¿Listo?"

"Listo.", contestó Solano, ignorando el bochorno.

"¿Traes tus pañales?", bromeó la pajarita.

De repente, se escuchó un crujir de ramas cercano, en aquel silencio solitario de la noche. Ambos buscaron la localización del ruido temiendo encontrar lo peor...

"¿Qué diablos...?", exclamó Celeste.

"¡Petotan! ¿Qué carajos estás haciendo?", alegó exaltado Solano. "Casi me matas del susto".

"¿A dónde van?", preguntó inocente la papita.

"¡A un lugar que no te incumbe!", rugió el hermano.

"Llévenme", rogó la papita.

 

"No", negó Solano.

 

"Ay, ¡vamos! ¿sí?, ¿sí?. Quiero ir.", insistió e intentó convencer a Celeste con una mirada lastimera.

"Pues, por mí no hay problema", aceptó amistosamente. Acto seguido y Solano enroló los ojos en señal de protesta.

Celeste se elevó por encima de los niños para ponerse en posición, no sin antes preguntar:

"¿Qué hay del resto de sus hermanos, chicos?".

"Nada. Volveremos pronto. No se enterarán", refunfuñó Solano.

"Ahora", prosiguió Celeste, "recojan del suelo la hoja de plátano que he traído y colóquense ambos dentro de ella, uno después de otro". Así lo hicieron los hermano, lo cual permitió a la cenzontle tomar con sus patas ambos extremos de la cáscara que había sido cortada únicamente una vez y por ende, parecía una sábana. Acto seguido, se elevó en el cielo.

"Vaya...", insinuó con esfuerzo la pesada carga, sin terminar la frase.

Y así, los tres emprendieron el viaje hacia el horizonte.

  

 

          

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